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Channel: Historia de la filosofía para cavernícolas
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Cómo es posible el movimiento y el cambio, según Aristóteles.

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La realidad cambia, se mueve. Esto es innegable para Aristóteles: el mundo es suceso, la substancia es esencialmente dinámica. Hay cambios substanciales, en los que una cosa para a ser otra distinta (de una semilla brota un árbol; de un huevo un pollo; un ser vivo, al morir, se convierte en un ser inerte; etc.). Y también cambios accidentales, en los que solo cambian, por así decir, las circunstancias de una cosa: el cambio cuantitativo (como cuando alguien engorda o crece), el cambio cualitativo (como cuando alguien pasa de estar triste a estar alegre), y el cambio local (el movimiento en el espacio).


Pero a Aristóteles no solo le interesa describir el cambio (el cómo ocurre), tal como haría un simple científico, sino más aún: explicarlo, como hacen los filósofos. ¿Qué es el cambio, cómo es posible, por qué y para qué ocurre?

Aquí Aristóteles se topa con los típicos problemas filosóficos.
(1)   Las cosas tienen que cambiar y no cambiar a la vez, pues si cambiaran del todo no serían la misma antes y después del cambio (Si todo yo cambiara no podría decir “yo he cambiado”, pues yo ya no sería el mismo yo antes y después).
(2)   Todo cambio supone pasar del no-ser al ser y viceversa. (Si yo aprendo algo, por ejemplo, a domar caballos, paso del "no-ser" experto en doma a "serlo", o del "ser" ignorante en doma a "no serlo"). Esto es especialmente duro de concebir en el caso de los cambios más substanciales (por ejemplo, nacer y morir).

La solución que ofrece Aristóteles a estos problemas pasa por asumir su concepción dualista de la realidad.
(1)   Las cosas cambian en un sentido (cambian de forma, o de propiedades accidentales), pero en otro sentido permanecen siendo la misma (si el cambio es accidental, permanece la forma o propiedades substanciales, y si el cambio es substancial, permanece la materia). Así, si el huevo cambia para ser pollo, por muy diferente que sean la forma “huevo” de la forma “pollo”, existe un substrato material que es el mismo en una y otra substancia.
(2)   Las cosas son, en un sentidolo que ahora mismo son (la forma que tienen ahora), pero, en otro sentido, son lo que podrían llegar a ser (las formas que les es posible adoptar). A lo primero le llama Aristóteles “ser en acto” y, a lo segundo, “ser en potencia”. Así, el cambio no es pasar del no-ser al ser (esto es ciertamente imposible), sino del poder-ser (el ser en potencia de un cosa) al ser (su ser en acto). Así, el cambio del huevo al pollo, no es pasar de no-ser pollo a serlo, sino del “ser en potencia pollo” (potencialidad que está en el huevo) al “ser en acto pollo".

Así pues, el cambio se explica porque las cosas están compuestas de dos aspectos o elementos: la materia (que permanece la misma) y la forma, que cambia en cuanto pasa de estar en potencia en una cosa a estar en acto. 

Ahora bien, en los cambios hay dos elementos más. Para que la forma pase de estar en potencia a estar en acto, hace falta una causa que efectúe o provoque el cambio (en el caso del huevo que cambia a pollo, esta causa sería la gallina que incuba el huevo). A esta causa le llama Aristóteles causa eficiente

Y también hace falta una finalidad del cambio, una causa final la llama Aristóteles. Según él, todo en el cosmos obedece un orden "teleológico" por el que toda cosa persigue un fin: lograr su máxima perfección, que consiste en “ser en acto” (actualizar) todo lo que puede ser y perfecciona su naturaleza. Dicho de otro modo: toda cosa cambia y se mueve con el fin de desarrollar sus mejores potencialidades (por ejemplo, la mejor y más propia potencialidad de un huevo es llegar a ser pollo, y la de una gallina, reproducirse a través de sus crías, y la de las crías crecer y llegar a ser gallinas, etc.).

En conclusión: en todo cambio intervienen cuatro causas. La causa material (la materia, que es lo más pasivo del cambio, se limita a recibir una forma u otra), la causa formal (la forma en potencia que pasa a ser en acto), la causa eficiente (el agente que efectúa el cambio) y la causa final (la finalidad del cambio).


Todo cambio tiene, así, sus causas. Pero como no podemos llevar la cadena causal al infinito, ha de existir una causa última de todo cambio (sin que ella misma sea causada). Esta causa es Dios. Dios es causa incausada, pues no puede haber una causa mayor que Dios. Dado que ninguna causa le afecta, Dios no cambia ni se mueve (es como un “motor inmóvil”, dice Aristóteles). Ahora bien, si no cambia es que carece de potencialidad, lo cual significa que es puro acto, es decir, que está totalmente desarrollado, es perfecto (la potencialidad es, en el fondo, un rasgo negativo, indica que "falta algo por desarrollar"). Dios, como perfecto que es, representa el fin de todos los fines (pues todos los seres tienden a la perfección). Como ser perfecto, el Dios aristotélico mueve a las cosas (estando él inmóvil, pues lo perfecto no necesita moverse) por pura atracción, como lo “amado” mueve al amante, dice Aristóteles.


¿Qué os parece esta teoría sobre el movimiento y el cambio? ¿Le encontráis algún problema? En general, podemos decir que:

A diferencia de Parménides, o incluso Platón, que niegan el cambio (lo reducen a algo "aparente"), Aristóteles explica cómo es posible el movimiento y el cambio. Aunque lo hace a costa de admitir un dualismo que, si lo pensamos a fondo, acarrea numerosos problemas. Por ejemplo:
(a) ¿Cómo es posible la relación entre materia y forma?
(b) ¿Qué tipo de realidad es “lo posible” o “ser en potencia”? ¿Cómo, dónde existen las cosas posibles? De otro lado, algo “en potencia” es y no es. ¿Cómo explicar eso?
(c) ¿Cómo explicar el paso de la potencia al acto? Podría parecer que Aristóteles se limita a cambiar de "nivel" el problema de Parménides (el problema de pasar del no-ser al ser): el problema sería ahora el de explicar como podemos pasar del "no-ser" en acto algo al "ser" en acto ese algo. 
(d) ¿Cómo puede la materia permanecer siendo la misma durante el cambio si en sí misma (sin forma) no es nada? 

¿Se te ocurre alguna solución a estos problemas? ¿O algún otro problema que no hayamos descubierto aquí?















Aquí tienes la presentación de clase:






La psicología de Aristóteles

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¿Qué es el ser humano para Aristóteles? Como cualquier otra substancia, el ser humano es, para el filósofo estagirita, un compuesto inseparable de materia y forma, esto es, en su caso, de cuerpo (materia) y alma (forma). Esta unión, insistimos, es, en Aristóteles, “sustancial” (no “accidental”, como era en Platón, para quién el alma solo estaba accidental o temporalmente unida al cuerpo). Esto quiere decir que, para Aristóteles, el ser humano no es un ser trascendente, como sí lo era para Platón – para quien la vida humana consistía en una progresiva liberación del alma de aquello que no era ella, es decir, del cuerpo –. Esto implica igualmente que, según Aristóteles, el alma humana difícilmente puede ser inmortal, como sí que creía Platón.



Ahora bien, el ser humano no es el único ser con alma (“psique”). De hecho, el poseer alma como aquello que da forma al cuerpo (la materia) es lo que caracteriza a todos los seres vivos. En este sentido genérico, como principio de vida, el alma es para Aristóteles, como lo era para la mayoría de los griegos, una especie de principio anímico o causa interna de movimiento. Así, y a diferencia de los seres inertes, cuyo movimiento es causado exteriormente, los seres vivos, indica Aristóteles, son aquellos que tienen en sí mismos el principio de su movimiento.



¿Pero en qué consiste ese movimiento interno con que el alma “anima” y le da su forma dinámica a la materia del cuerpo? El alma es causa formal – y, en cierto modo, eficiente – que guía al ser vivo en función de su causa final: la persistencia y perfección de su ser.



En los seres vivos más simples (las plantas) esa actividad anímica consiste en la nutrición y la reproducción, acciones mediante las que el ser persiste y perfecciona su ser viviendo muchos años y dejando un ser similar – a través de la reproducción – antes de degenerar y morir. Este alma, dirigida únicamente a la nutrición y la reproducción, es denominada por Aristóteles “alma vegetativa”.



A diferencia de las plantas, la estrategia de nutrición y reproducción de los animales, consiste en desplazarse de un lugar a otro, tarea para la que precisan de una “monitorización” o representación sensible del entorno para orientarse en él, y un sistema para diferenciar entre aquello a lo que conviene acercarse y aquello ante lo cual es mejor alejarse o adoptar acciones defensivas. Así, el alma de los animales, además de la actividad de nutrición y reproducción, implica también la actividad de sentir: de sentir cómo es el mundo, para no perderse en él, y de sentir el mundo, para distinguir, en él, lo “inconveniente” de lo “conveniente”. De ahí que los animales, dice Aristóteles, se distingan por su “alma sensitiva” (aunque también tienen, como las plantas, un alma vegetativa, ocupada de los procesos más simples).



En cuanto a los seres humanos, además de alma vegetativa y sensitiva, disponen también, de alma intelectiva (o racional). El alma intelectiva les hace capaces de representarse el mundo y valorarlo de manera desinteresada, es decir, de hacer ciencia (en la que lo que importa es la verdad, y no el logro de fines prácticos) y de tener moral (en lo que lo que importa es lo justo, no lo que nos convenga más o menos a nosotros). De esto (de ciencia y de moral) es de lo que toca hablar en las siguientes entradas.




La teoría del conocimiento de Aristóteles

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Al igual que su ontología, la epistemología (teoría del conocimiento) aristotélica es dualista. El conocimiento y la verdad dependen tanto de la experiencia (empirismo) como de la razón (racionalismo), aunque no de los dos en el mismo grado. Del mismo modo que la forma es más fundamental que la materia para determinar lo que es una cosa, la razón es un camino más firme que la experiencia para alcanzar la verdad. 

En general, y en su sentido más riguroso, para Aristóteles conocer significa identificar las causas de lo que se conoce, es decir: sus causas material, formal, eficiente, final. Conocer las causas de algo es conocer lo que le hace ser lo que es y, a la vez, lo que le hace cambiar (no se olvide que, para Aristóteles, los seres son, por naturaleza, cambiantes)... Empezar a conocer algo es conocer, sobre todo, su causa formal (su forma). Pero la forma es, según Aristóteles, inseparable de la materia, por lo que el conocimiento sensible (que es el que capta a la materia) parece imprescindible.


Aunque el conocimiento sensible no sea el más fundamental, todo conocimiento empieza por él. Dado que (a diferencia de lo que piensa Platón) el alma no posee ideas innatas, tenemos que adquirir las ideas (las formas) a partir de la experiencia. Esto es absolutamente coherente con la ontología aristotélica: dado que la forma está siempre en la materia, es allí, en la materia sensible, donde hemos de empezar a buscar dicha forma.

Así, empezamos a conocer las cosas o substancias a través de la vista, el oído, etc., creando una imagen de ellas en el alma. Esta imagen sería fugaz (y el conocimiento imposible) sin la memoria. La memoria permite acumular imágenes de una misma cosa o de muchas cosas parecidas para que el intelecto o entendimiento, por abstracción, extraiga la forma común a la cosa o a las cosas parecidas cuyas imágenes hemos retenido. Por ejemplo: si yo retengo en la memoria muchas imágenes de un determinado caballo, puedo, por abstracción, entender su forma propia; y si observo muchos caballos, puedo abstraer la forma común a todos ellos (las propiedades que definen a todo caballo). 



Este proceso de abstracción de la forma a partir de las imágenes retenidas por la memoria lo protagoniza el entendimiento o intelecto, que separa mentalmente la forma de la materia, produciendo conceptos. Los conceptos son las formas de las cosas consideradas aisladamente (sin la materia), y son realidades abstractas (realidades de segundo orden o "substancias segundas", como las llama Aristóteles) que ocurren en el alma, que está, a su vez, ligada al cuerpo.

Llegados a este punto, Aristóteles hace una extraña distinción. Afirma que hay dos tipos de entendimiento o intelecto: el paciente y el agente. El intelecto paciente es aquel que, en el alma (que está unida al cuerpo), capta o abstrae la forma común o universal de las cosas. Pero esto no es posible, dice Aristóteles, sin la “luz” que aporta, “desde fuera del cuerpo”, el intelecto agente, que es el que “actualiza” o pone en la forma adecuada (para abstraer) al intelecto paciente. Lo que signifique esta extraña distinción es algo que Aristotéles no nos dejó claro.




Podríamos aventurar la siguiente explicación. El conocimiento de la forma común a las cosas supone reconocer la unidad o identidad de lo diferente (lo unitario en Sócrates, lo unitario en todos los caballos, etc.). Esta unidad debe estar en las cosas, aunque no de modo perfecto, pues las cosas son diversas y cambiantes. Además, nuestra alma, que está unida al cuerpo, es también, en cierto modo, diversa y cambiante. Así, reconocer la imperfecta unidad que es la forma en las cosas con la imperfecta unidad de nuestra alma en un acto de unidad entre la cosa y el alma, parece suponer una unidad o identidad “mayor”, fuera tanto de la cosa como del alma. Esto podría representar el intelecto agente: una especie de principio de unidad o identidad perfecta, al que Aristóteles concibe como puro acto, y que hace posible el conocimiento en su más elevada expresión. Algunos autores han asociado el intelecto agente a Dios, otros han querido ver aquí la apuesta de Aristóteles por un rasgo de divinidad e inmortalidad en el hombre (cuya alma intelectiva, en cuanto asociada al intelecto agente, no tendría ya una naturaleza hilemórfica, sino puramente formal y trascendente, por lo que sería independiente del cuerpo). Aristóteles, en cualquier caso, dejó esta cuestión sin resolver…

Como hemos dicho al principio, aunque el conocimiento empiece por los sentidos, esto no quiere decir que tenga su fundamento en la experiencia sensorial. De entrada, para captar la forma de las cosas es necesaria la intervención del entendimiento o intelecto (incluso de un "intelecto agente" que parece venir de fuera del cuerpo y de toda relación con la materia). En segundo lugar, el conocimiento, una vez convertido en ciencias (es decir: en series de juicios -- que son uniones de conceptos -- acerca de lo que son las cosas), no puede basarse en la mera observación. La observación solo ofrece verdades pasajeras, probables, pero no necesarias. Por ejemplo, a partir de una observación repetida, podemos establecer, por inducción o generalización, cómo es (hasta ahora) la órbita de un planeta, o la conducta reproductiva de un animal, pero esto no excluye que dichas órbita y conducta no puedan variar en el futuro...   



Por eso, por encima de los conocimientos más particulares de cada ciencia, ésta ha de procurarse un conocimiento racional de las causas y principios más generales de los que, a su vez, se deduzcan las leyes y juicios más particulares sobre las cosas de que se ocupa.

De todas las ciencias, cada una busca las causas y principios generales de una clase determinada de cosas (de los seres vivos, la biología; de los seres inertes, la física; del alma, la psicología, etc.), y una de ellas (la filosofía o "ciencia primera") busca las causas generales de todas de las cosas o seres en tanto que son, sin más distinción...


El método de las ciencias, en su dimensión más general o fundamental, es, pues, el razonamiento y la deducción. Parten de ciertos principios (axiomas) o verdades primarias, que enuncian las causas últimas y necesarias de las cosas (lo que esencialmente son) y, a partir de ahí, deducen lógicamente todo lo demás. Por ejemplo, a partir del axioma o definición de lo que es un círculo podemos deducir que todos los puntos de la circunferencia son equidistantes al punto central. O, a partir del principio de que todo cambio tiene causas, deduzco que ha de existir una causa última incausada... La ventaja de este método es que procura verdades firmes y necesarias (no pasajeras y probables, como las obtenidas por observación).

Parece claro que en el caso de las ciencias más particulares (naturales o sociales), el conocimiento no puede prescindir de la observación e inducción, pues incluso en la deducción se introducirán conocimientos obtenidos de la experiencia. Por ejemplo: si arranco del axioma de que un ser vivo es aquél que tiene en sí mismo el principio de su movimiento, y deduzco que una piedra no es, por tanto, un ser vivo, he introducido un conocimiento por experiencia o inducción: “las piedras no se mueven por sí solas”. 


Pero, pese a todo, parece claro que, para Aristóteles, una ciencia es más valiosa en cuanto sus conocimientos representan verdades firmes y necesarias (que son siempre verdaderas), y las verdades por inducción no son así. Por todo esto, Aristóteles confía más en el conocimiento puramente racional y deductivo que en aquel que introduce la inducción y la experiencia (aunque este último sea inevitable, pues la realidad es unión de forma y materia sujeta al cambio). De hecho, parte de su física (la teoría de las causas, por ejemplo) es casi puramente racional o especulativa, y entronca con sus teorías más filosóficas o "metafísicas" (como la propia teoría hilemórfica, la teoría de la potencia y el acto, etc.).





Aquí tenéis la presentación de clase:






Felicidad y política en Aristóteles.

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El Sol de la Caverna. 
De nuestro corresponsal en Atenas, siglo IV (a.C).

Tras varios siglos de gestiones, hemos logrado, al fin, una entrevista con Aristóteles, alias el Estagirita, también conocido como el Filósofo. Nos recibió muy formalmente en la puerta del Liceo y nos invitó, según es su costumbre, a pasear con él y discutir sobre ética y política.

P.- Maestro, usted  ha hablado y escrito mucho sobre la felicidad, por ejemplo en su famosa obra Etica a Nicómaco. Han pasado veinticinco siglos y seguimos buscándola, sin demasiado éxito. ¿Tan difícil es?
A.- Lo bueno y bello es difícil, como diría mi amigo Platón.
P.- Se ha dicho que incluso definirla con objetividad es misión imposible.
A.- Definirla es muy sencillo. La felicidad es la forma de ser por el que un hombre se dirige, con éxito, a su fin más propio.
P.- Ah, ¿pero no es entonces un sentimiento?
A.- Esa es una visión pobre y falsa. Uno se puede sentir sano o bello, pero en eso no consiste la salud o la belleza. La felicidad es un estado vital, y la actividad y la actitud moral que conduce a él. Todo eso reporta un cierto estado emotivo, pero esta emoción es un síntoma de la felicidad, no la felicidad en sí misma.
P.- ¿Podría ser más concreto?
A.- La felicidad requiere en primer lugar ciertas condiciones, que yo llamo internas y externas. Las internas suponen tener cubiertas las necesidades fisiológicas y materiales (comer, beber, tener un techo y cosas así). Las externas apuntan al entorno social: ser querido y respetado por los demás es necesario para ser feliz.
P.- Da usted mucho valor a la amistad.
A.- Nadie puede ser feliz sin amigos. La calidad de nuestros amigos es muestra de nuestra propia calidad como hombres. A diferencia de lo que ocurre con la familia, los amigos se escogen y merecen. La amistad con los mejores nos obliga a hacernos dignos de esa amistad y, por ello, nos obliga a crecer y perfeccionarnos.
P.- Pero todo esto que ha dicho (el alimento, el techo, el afecto y respeto de los demás…) son las condiciones de la felicidad. ¿Y la felicidad en sí misma, qué es?
A.- La actividad por la que materializamos nuestras posibilidades más… propiamente nuestras.
P.-¿Eh?
A.- Dado que somos animales racionales, la felicidad consiste en…
P.- ¿Razonar?
A.- Digamos que en desarrollar la parte superior del alma: el intelecto.
P.- O sea, pensar.
A.- No. Pensar es algo propio de muchas criaturas. Desarrollar el intelecto o, como diréis en unos siglos, el espíritu, consiste en pensar el pensamiento, dominarlo, y descubrir y crear con él formas nuevas. Es lo que hace un artista, un buen político, y, sobre todo, el científico y el filósofo. A esta vida, dedicada a la creación intelectual y a la comprensión del mundo le llamo “vida contemplativa”.
P.- O sea, que un arriero o un agricultor no podrán ser felices.
A.- No del todo. Su felicidad se parecerá más a la de las bestias. Es por esto que los trabajos mecánicos y manuales los consideramos aquí como algo propio de esclavos, no de hombres libres.
P.- ¿Y qué podemos hacer para lograr esa libertad y felicidad, Maestro?
A.- Supongo que no se puede desdeñar la suerte. Y si tienes la suerte de nacer con un alma grande y noble, y no con alma de esclavo, cultivarla en lo que compete tanto al conocimiento como al carácter.
P.- ¿Al carácter? ¿Es cuestión de carácter ser feliz?
A.- Sin duda. De poco sirve la reflexión acerca de lo verdadero y lo justo si, junto a esta virtud o capacidad intelectual, no se practica la virtud o carácter moral. Sócrates y Platón pensaban que con el pensamiento de lo que es bueno bastaba para serlo. Pero a la vista está que los hombres, que no tenemos más alma que la que da forma a un cuerpo, estamos sometidos de continuo a la incontinencia de las pasiones y necesidades de nuestra naturaleza corpórea. No basta saber de lo justo y saludable al alma si no practicamos, desde jóvenes, la virtud de la temperancia y el valor que nos obligue a hacer lo justo a cada momento, por mucho que el cuerpo y la parte más animal de nosotros se resista o se sienta tentada por otras cosas...
P.- ¿Lo justo a cada momento? ¿Quiere eso decir que lo justo y bueno es algo variable en razón del tiempo y la circunstancia?
A.- En parte sí. Por ello, el hombre bueno y feliz no es solo el que posee la ciencia de lo bueno, sino el que sabe aplicarla atendiendo a las circunstancias y contando para ello con un carácter firme y voluntarioso. La moral, más que ciencia es sabiduría práctica, una especie de arte racional, al que doy en llamar “prudencia”.
P.- ¿Enseñan ese arte en el Liceo, maestro?
A.- No del todo. Ya le he dicho que la ética no se trata de una ciencia en estricto sentido.
P.- ¿Entonces es la familia la que hace prender en los más jóvenes esa habilidad?
A.- Tampoco. En las relaciones familiares, tan cargadas de afecto y subjetividad, no se dan las condiciones para que un hombre aprenda, con objetividad y rigor, a deliberar acerca de lo bueno y lo justo.
P.- Pues si no es en el Liceo ni en la familia, ¿dónde aprenderán los hombres a ser prudentes, con esa objetividad y rigor que usted dice?
A.- Pues en la ciudad. El hombre solo puede formarse plenamente allí, como ciudadano. La familia satisface sus necesidades más primarias. Pero la ciudad es la que le pone a prueba como ser íntegramente racional. En el Liceo o la Academia podrá hacerse filósofo. Pero será en la Asamblea y los Tribunales donde aprenderá el arte de la prudencia junto con el del lenguaje, comportándose con rectitud y magnanimidad, deliberando con sensatez junto a sus iguales, y haciéndose acreedor del respeto y consideración de sus compatriotas y amigos.
P.- Observo que confunde usted la ética con la política.
A.- No es confusión. Ética y política tienen un mismo fin: la felicidad de los hombres, es decir, el logro de su plenitud como seres racionales. El buen gobierno es aquél que mejor hace posible ese logro en los ciudadanos. Y el buen ciudadano es aquél que participa en lo posible en el gobierno para procurar el bien común. 
P.- ¿Qué hay, entonces, de esa vida contemplativa en que reside, según dice, la felicidad?
A.- Ya le he dicho que los hombres no somos puro intelecto. El más sabio de los hombres ha de vivir prudentemente entre otros hombres y ha de satisfacer, también, sus apetitos sensuales. Así pues, el filósofo ha de armonizar su dedicación a la ciencia con el ejercicio de sus responsabilidades políticas y, naturalmente, con la dirección de su familia y sus asuntos particulares.
P.- Y hablando de política, ¿qué piensa de la forma de Estado propuesta por su antiguo maestro Platón?
A.- Creo que Platón se mostró demasiado inflexible y utópico. Es ideal, sin duda, que el gobierno esté en manos de un hombre o un pequeño grupo de hombres sabios y diligentes. Pero, volviendo al mundo real, conviene desengañarnos de encontrar alguna vez a tales hombres. Parece más sensato confiar el bien común a una mayoría de hombres cultos y solventes, y evitar a los más ignorantes y viles, estén representados por un solo tirano o por el pueblo entero.
P.- ¿Qué tiene contra la democracia?
A.- Que la justicia no sea, estrictamente, objeto de ciencia, no quiere decir que nos vayamos al otro extremo y la dejemos en mano de una masa de inconscientes y atolondrados.
P.- La virtud está, entonces, en el término medio.
A.- Exactamente.




Aquí tenéis la presentación de clase:







Platón y Aristóteles se encuentran en el limbo.

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(Tomo prestado este impagable diálogo entre Platón y Aristóteles descubierto por nuestro cavernicolega Juan Antonio Negrete)



Platón.- Hola, viejo alumno.
Aristóteles.- Hola, maestro siempre joven.
P.- He oído que defiendes una teoría diferente a la mía, y que reniegas de mis ideas sobre el mundo de las ideas.
A.- Sí, maestro, lo siento. Hago caso a mi mente.
P.- Me parece muy bien. Eso demuestra que eres sabio, o llegarás a serlo. Y ¿qué pegas le encuentras a lo que pienso? ¿No estás de acuerdo con que hay Ideas, inmutables y universales, que no son fenómenos físicos y materiales?
A.- No es eso, maestro. Estoy del todo de acuerdo contigo en que los materialistas se equivocan, y no nos dicen de dónde salen las ideas universales, porque no las pueden sacar de la materia. La materia es informe, sin ninguna característica propia, así que no puede darse ni a sí misma las formas que adopta a cada rato.
P.- Muy bien, ¿entonces?
A.- Pero creo que quizás tú cometes el error contrario, al negar completamente lo material. ¿No dices que este mundo es sólo una ilusión, un reflejo, un sueño?
P.- Eso es. El mundo material es irracional, porque es y no es lo mismo a cada rato.
A.- Pero existe, creo yo. Tú no nos has explicado nunca cómo se produce esa ilusión. 

P.- Es una caída del alma, un olvido de la verdad.
A.- Y ¿por qué se olvidó el alma? Si todo fuese perfecto, como dices, no se produciría esa ilusión. Yo creo que el mundo no es una ilusión, sino algo real. Y no ganamos nada negándolo. Para explicar el cambio, creo yo, hay que aceptar que existen cosas inmutables, las formas, como las llamo yo, y algo mutable, como la materia, que coge unas formas y suelta otras. Tú tienes razón en que la forma es lo más importante, y hasta creo que existe una forma separada, el Dios, causa de todos los demás cambios pero inmutable él mismo. Pero te equivocas, creo, en que las formas existen separadas de la materia. Las formas son un aspecto de las cosas, y sólo las separa la mente. ¿No has confundido algo lógico con algo real? Corrígeme si estoy equivocado, maestro.
P.- Muchacho, siempre creí que tendrías tu propio pensamiento. Quizás tienes razón. Pero, dime: ¿las formas no existen, pues?
A.- No, no de manera independiente. Son aspectos de las cosas. ¿De qué sirve decir que todo está duplicado en otro mundo?
P.- O sea, que el círculo no existe fuera de los objetos circulares que hay en la naturaleza, esos que siempre cambian y nunca son perfectamente lo que son.
A.- Bueno, la forma del círculo está también en la mente, cuando lo separamos de la materia, por abstracción.
P.- ¿Y la mente si existe, es algo real?
A.- La mente es, también ella, un aspecto de ciertos seres, los inteligentes. Pero la mente no es una cosa independiente por sí misma, es una forma. No se puede separar, por lo menos la parte con la que percibimos el mundo, y la memoria y la imaginación.
P.- Muy bien. Entonces, si desapareciesen los objetos físicos, y las mentes que piensan, ¿el círculo dejaría de ser lo que es, según tú?
A.- El mundo nunca va a dejar de existir, porque nada puede destruirlo, ya que su movimiento circular es perfecto.
P.- Aunque fuese así, creo que puede imaginarse que desapareciese, o no hubiese existido. ¿Qué pasaría entonces con el círculo?
A.- Bueno, aún estaría en la mente.
P.- ¿En cual, si las mentes son formas de los cuerpos?
A.- Es que hay por lo menos una mente que no es forma de un cuerpo, la del Dios. Ahí siempre estarán las formas.
P.- ¿Y qué diferencia ves entre esa Mente Divina de la que hablas y mi Mundo de las Ideas?
A.- Quiero decir que las ideas no son objetos fuera de la Mente.
P.- Veamos, dices que sacamos la idea o forma círculo de ver muchos círculos. Pero ¿sacamos por abstracción, entonces, lo que no hay?
A.- No, sacamos lo que hay, formalmente.
P.- Entonces, el círculo, uno y el mismo, ¿está en infinitos sitios a la vez?
A.- Sí, la misma forma está en muchos objetos.
P.- Y ¿crees que la misma, exactamente la misma cosa, por ejemplo, el Círculo, puede estar en diferentes sitios a la vez? ¿Eso te parece más sensato que decir que lo que hay en diferentes sitios son sólo copias del mismo único ser, el Círculo en sí mismo?
A.- Pero ¿qué sentido tiene decir que existe algo que no está en ningún sitio?
P.- Bueno, yo digo que las Ideas están en sí mismas, en su propia realidad, como debe pasarle a este mundo físico tuyo ¿no? Pero, dime, ¿ese Dios del que hablas, tiene un conocimiento perfecto de las cosas?
A.- Perfectísimo.
P.- Y ¿las piensa como cambiantes y materiales?
A.- No, claro… porque él mismo no cambia.
P.- ¿Las piensa, entonces, eternas e inmutables?
A.- Sí.
P.- O sea, su pensamiento es perfecto, y piensa las cosas como eternas e inmutables, luego las cosas son, en verdad, así, eternas e inmutables, y somos nosotros, mentes imperfectas, las que lo vemos de manera cambiante ¿no se deduce eso?
A.- Sí parece.
P.- Y ¿qué es esa materia que dices tú que se mezcla con las formas?
A.- En sí misma no es nada, porque puede ser cualquier cosa.
P.- O sea, no tiene ninguna propiedad, pero ¿existe?
A.- No, no existe separada de la forma.
P.- Y ¿cómo la conoces?
A.- Porque veo que el cambio no se puede reducir a puras ideas estáticas.
P.- Pero ¿no tienes de la propia materia una Idea, la que yo he llamado Idea de Lugar, vacía y homogénea por todas partes?
A.- Sí.
P.- O sea, que si mezclas las otras Ideas con la Idea de Lugar ¿no tienes ya todas las cosas que ves?
A.- Puede ser, pero sigo diciendo que las ideas son estáticas, sin movimiento.
P.- Y ¿percibes tú el movimiento, o sólo Ideas en diferentes mezclas?
A.- No estoy seguro, maestro. Veo que el asunto es más difícil, y que podría haber estado otros veintitantos años en tu escuela…
P.- Los humanos tenemos un conocimiento incierto. Sigue intentando defender ese camino que has tomado, porque creo que tiene mucho a su favor.
A.- Gracias, maestro. Pero mejor sería que lo defendieras tú mismo.
P.- Yo soy un místico, y prefiero creer en mi mundo perfecto y en que todo lo demás es una ilusión. Tú tienes los pies más en el suelo. Esa teoría te pertenece por derecho propio.

(Texto elaborado por Juan Antonio Negrete Alcudia)

Algunas posibles cuestiones.


  1. Resume, de la manera más breve y clara posible, los argumentos de Aristóteles contra la teoría de Platón que aparecen en el texto.
  2. Resume, igualmente, los argumentos de Platón contra la teoría de Aristóteles.
  3. Oídos ambos, ¿quién crees tú que tiene más razón (o quién crees tú que se equivoca más): Aristóteles o Platón? ¿Se te ocurre a ti una solución distinta a algunos de los problemas que se plantean en el diálogo?

¿Es compatible la filosofía con la religión?... Una introducción a la filosofía medieval.

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Los teólogo-filósofos medievales van a intentar construir una síntesis entre la racionalidad filosófica y los dogmas cristianos para mejor convencer(se) de su fe y para defenderla de los incrédulos, adornándola y empapándola con la filosofía. Ahora bien, ¿es esto posible? ¿Son conciliables la religión y la filosofía (y la ciencia)? ¿Es compatible la fe con la razón? ¿Se puede ser creyente y, a la vez, filósofo o científico? Estas son las cuestiones de fondo que la laten bajo la llamada “filosofía medieval”. Por eso quiero que vayáis planteándoos las siguientes preguntas:

-         ¿Se puede ser cristiano (o musulmán, o judío o creyente en cualquier otra religión) sin apostar por lo irracional (despreciando o relegando la razón)? ¿Es racional creer que el mundo es obra de un Dios, que ha enviado a su Hijo para salvarnos, que espera para juzgarnos en el Juicio final, etc.? Y si todo esto se mantiene o afirma por fe, ¿es racional tener fe, es decir, creerse ciegamente las cosas?

-         ¿Se puede ser cristiano (o religioso) y, a la vez, filósofo o científico (y hay muchos casos, además del de los filósofos medievales)? ¿Cómo?


-         ¿Se puede ser filósofo, científico o simplemente racionalista sin tener fe en ciertas cosas fundamentales (por ejemplo, en que el mundo es racional y podemos comprenderlo con nuestra sola razón)? 



-    ¿Es posible justificar racionalmente el ateísmo?



Mientras lo vais pensando, aquí tenéis una introducción a la filosofía medieval en formato presentación:










Dios, lógicamente, existe.

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La otra noche realizamos un experimento psicofónico en la caverna, en la parte que está bajo las ruinas de la biblioteca de Alejandría. Para nuestra sorpresa captamos este diálogo entre una tal Elena de Atenas, astrónoma y discípula de la famosa Hipatia, y un joven monje llamado Teodoro. La conversación ocurrió (según hemos podido datar) a finales de la Edad media y, como era habitual entonces, versó sobre la existencia de Dios... 
  
Elena de Atenas.- Contemplando estos muros, arruinados por la guerra y la locura de los hombres, me convenzo aún más de la inexistencia de Dios…
Teodoro de Alejandría.- El mundo parece a veces el infierno, pero Dios nos dotó de razón y de fe para salvarlo y salvarnos de él.
E.- ¿Me llevarás ante el inquisidor si te digo que soy atea? Si lo haces le diré que no sé lo que me digo, ya que soy mujer y según he oído decir a los de tu orden, débil mental.
T.- Yo no creo tamaña estupidez sobre las mujeres, así que tendría que llevarme a mi mismo también ante el inquisidor. Pero en lugar de eso, permite que comparezcamos los dos ante un tribunal legítimo, el de la razón. ¿Dices, entonces,  que Dios no existe?
E.- Eso digo. O, al menos, que yo no tengo pruebas de su existencia.
T.- Admites, conmigo, que llamamos Dios a un supuesto ser mayor que el cual no hay nada.
E.- Vale, admito que esa es la definición de Dios, pero no por definir algo demostramos su existencia.
T.- De acuerdo. Podemos definir lo que es un dragón o una bruja sin que tales cosas tengan que existir (salvo, quizás, para los inquisidores). Pero piensa como hemos definido a Dios: el ser mayor y más perfecto que podamos concebir. Ahora: ¿crees que existir es una perfección?
E.- No sé si te entiendo.
T.- Imagina dos bibliotecas de Alejandría, las dos igualmente hermosas y repletas de todos los libros que merecen ser leídos; imagina que la única diferencia entre ambas es que una existe de verdad y la otra es solo fruto de nuestra fantasía. ¿Cuál de ellas sería, para ti, más perfecta?
E.- Prefiero una biblioteca que exista, siempre que sea tan maravillosa como la que imagino.
T.- Así es. De dos seres, iguales en todo lo demás, el que existe es necesariamente más perfecto que el que no.
E.- Cierto.
T.- Ahora piensa. Si hemos definido a Dios como el ser más perfecto que cabe concebir o imaginar, ¿no tendrá que ser algo más que mero concepto o imaginación?
E.- ¿Cómo dices?
T.- Si Dios es el ser más perfecto que podamos concebir, y existir es una perfección, Dios no puede carecer de existencia, pues en ese caso podríamos concebir un ser más perfecto que él…
E.- Quieres decir que…
T.- Que si Dios es por definición lo más perfecto, entonces, por definición, tiene que existir.
E.- Porque si careciera de existencia ya no podríamos concebirlo como el ser más perfecto.
T.- Eso es. Dios, por definición, es algo más que una definición: ¡existe! Y hemos demostrado su existencia de forma puramente racional, tal como se demuestran las propiedades de una figura geométrica. Este argumento se lo debemos a Anselmo de Canterbury.
E.- ¡Asombroso! ¿Y eso se lo cree alguien?
T.- ¿Qué quieres decir?
E.- Pues que has dado un salto incomprensible entre las palabras y las cosas. Una cosa es que Dios tenga que definirse lógicamente como existente y otra cosa, muy distinta, es que Dios exista de verdad. Las definiciones y razonamientos no producen cosas, ni tampoco hemos de suponer que algo, por ser lógico, exista. Esto último hay que comprobarlo, además, por los sentidos.
T.- Veo que estás hecha una buena empirista y que, como tal, admites una incomprensible distinción entre las palabras (esas cosas que no son cosas) y las cosas (esas palabras que no son palabras).
E.-  Llámalo sentido común. Además. Supongamos que concebimos el dragón perfecto, ¿también dirás que existe?
T.- Sin duda. ¿No has leído, acaso, al divino Platón?
E.- Prefiero al profano Aristóteles.
T.- Estupendo, entonces déjame que te presente otras pruebas, las del hermano Tomás de Aquino.
E.- Me han hablado de sus inacabables sumas, así que, réstale todo lo que puedas y sé breve, tengo que volver a mis estudios.
T.- ¿Dirás que todo lo que se mueve, se mueve por algo, y que este algo es movido a su vez por otra cosa y así sucesivamente?
E.- Lo diré.
T.- ¿Y que todo lo que existe tiene en otro la causa de su existir, como el hijo existe por el padre y éste por su propio padre y así una y otra vez?
E.- También.
T.- ¿Y crees que esta sucesión de causas podría prolongarse hasta el infinito?
E.- ¿Qué pasaría si así fuera?
T.- Exactamente nada. Si las causas de lo que ocurre o existe fueran infinitas, nunca llegaría a ocurrir ni a existir nada. ¿Te imaginas que las causas por las que hemos empezado este diálogo se remontasen al infinito? Jamás habrían transcurrido todas las que tendrían que transcurrir hasta llegar a este momento. Ni siquiera habrían empezado a empezar, ¿pues cuándo empieza algo infinito?
E.- Entiendo. Entonces es necesario afirmar que existe una Primera Causa incausada, como ya decía Aristóteles.
T.- Así es: un Ser Existente por sí, y no por otro, Padre sin padre de todo otro padre. Y esto ya no lo pudo decir Aristóteles, que ni le pasó por la cabeza que el mundo fuera creación de un Dios increado.
E.- “Yo soy el que soy”, como dicen que dijo tu Dios.
T.- Él es el Ser, los demás solo tenemos ser por Él, en préstamo cabe decir, y durante un tiempo, al menos en este mundo mortal.
E.- E imperfecto.
T.- Imperfecto, sí. ¿Pero cómo podríamos apreciar esa imperfección sin suponer lo Sumamente Perfecto? Si tú aprecias más la filosofía del sabio Averroes que la del santo Agustín, ¿será acaso porque posees un criterio de perfección?
E.- Y si mi criterio es más perfecto que el tuyo, como creo, será porque supongo un criterio de perfección aún mayor y… de nuevo el infinito.
T.- De nuevo Dios, querrás decir, que es aquello más perfecto que todo, como dijimos. De cualquier modo, ¿te parece el mundo tan imperfecto? ¿No es cierto que las tierras y los cielos persiguen el orden que dejó dispuesto el Creador?
E.- ¿Te refieres a las leyes astronómicas que me place descubrir en los cielos?
T.- Y también en la tierra. ¿No es el cosmos entero un prodigio de orden y fines para el que sabe entenderlo?
E.- No puedo negarte que tengo esa convicción. ¿O tendría que decir esa fe?
T.- Ambas cosas, tal vez. Pues el orden, la ley y la finalidad del cosmos, como espero oírte decir, no pueden formar parte de aquello mismo a lo que dan orden, ley o fin.
E.- Eso sí lo he pensado en ocasiones. Las leyes matemáticas que dirigen el movimiento de los astros, no están en un lugar concreto…
T.- Justamente porque están en todos, envolviendo el cielo, más allá de él. Ni tampoco la Finalidad del mundo puede ser una cosa o parte cualquiera del propio mundo.
E.- Veo qué quieres decir. Que son trascendentes. Pero no esperes que por ello afirme que en ese misterioso más allá existe un Dios como el tuyo.
T.- ¿Qué falta para que te convenza?
E.- Falta que me expliques qué falta le hace a Dios todo el dolor del mundo. ¿Cómo un Dios Perfectísimo, Sapientísimo, Omnipotente y Bueno creó este lugar lleno de inquisidores y fanáticos? ¿Cómo permite la muerte y la guerra, hecha tan a menudo en su nombre?
T.- A veces, hermana, hace falta conocer el árbol entero para entender por qué algunas de sus hojas se pudren y mueren. ¿Crees, de cualquier modo, que Dios hubiera podido crear un mundo tan perfecto como Él?
E.- Sé que no, pues es imposible que coexistan dos seres plenamente perfectos. Cada uno carecería del ser del otro.
T.- Piensa, además, que Dios, por hacernos a Él semejantes, nos hizo libres. Libres para ser como Él, pero también para no serlo. En eso consiste la libre voluntad, la salvación y el pecado.
E.- ¿Y que defecto de omnipotencia impidió al Altísimo hacernos tan sabios como libres, para así no equivocarnos y hacer siempre el bien? ¿No le hubiera bastado un grano minúsculo de imperfección (una sola nariz contrahecha, un solo libro mal encuadernado) para que este mundo hubiera sido posible sin hacerle sombra a su Creador?
T.- Tal vez sí o tal vez no. Te confieso, humildemente, que ante el misterio del mal solo sé rezar. Quizás quieras acompañarme.
E.- Prefiero enfrentar la oscuridad con los ojos bien abiertos.


Si queréis más argumentos o los mismos pero mejor dichos consultad este documento secreto.

Y si queréis escucharlos de viva voz, podéis hacerlo en este mini-programa de radio o en este otro

De la esencia y la existencia en Tomás de Aquino.

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¿Todo lo que puedo pensar existe? Como pensamiento sí (porque lo pienso yo, que sí existo), pero como realidad plena e independiente de mi no. Yo puedo pensar en brujas, unicornios, en el trabajo que me gustaría tener, o en mi abuelo, que murió antes de que yo naciera. Puedo pensar en todo eso, hablar de ello, definir cada una de esas “cosas” (o, más que cosas, “conceptos”), pero no por eso lograré que existan. Puedo pensar en ello porque los conceptos representan la ESENCIA de una cosa (su modo de ser, sus características), pero de que yo tenga en mi mente ese concepto o esencia no se deduce su EXISTENCIA. Para que tales esencias existan hace falta algo más que ellas mismas. Por ejemplo, para que exista el trabajo que me gustaría tener (y en cuya esencia puedo pensar), hace falta que yo (que ya existo) y quizás otros seres y cosas existentes (un amigo que conozco, un dinero que está en el banco, un esfuerzo real por mi parte) lo hagan existir. A los seres y cosas de este mundo la existencia les viene siempre de otros. Yo mismo tengo existencia porque me la dio (en parte) mi padre, y a este su propio padre, y a este…. ¿Podríamos seguir así hasta el infinito o tiene que haber, por decir así, un Primer Padre que ya no existe por otro, sino por sí mismo? Lógicamente lo segundo,  pues si la sucesión de padres e hijos, es decir de seres existentes y seres-causa de esa existencia, fuese infinita ni yo ni nadie hubiésemos nacido nunca (tendrían que haber nacido infinitos padres antes de que yo naciera, luego nunca habría nacido yo).

¿Quién es este primer Padre sin padre? Obviamente Dios. Ahora bien, nadie puede dar lo que no tiene, y si Dios es la causa de toda existencia (el Padre de todo), es porque la existencia la tiene de por sí (y no por otro, porque no hay nadie antes que él). Esto quiere decir que en el modo de ser o esencia de Dios está necesariamente la existencia (o como diría San Anselmo, que la definición o concepto de Dios –como el ser más perfecto en que cabe pensar— implica lógicamente su existencia). Dios es, por tanto, el único ser cuyo modo de ser (su esencia) consiste fundamentalmente en ser (en existir). Dios es el ser que es (o como dice Yahvé en la Biblia, “Yo Soy el que Soy”).

Los demás seres no somos el ser, sino que simplemente tenemos ser, no por nosotros (porque nuestra esencia o concepto no implica que existamos), sino en última instancia por el Primer Padre o Causa de toda existencia. Dios es quien nos da la existencia (y nos la quita). Por eso somos prescindibles, simples criaturas o hijos de Dios, compuestos (temporales) de esencia y existencia. En el lenguaje aristotélico que maneja Tomás de Aquino, las criaturas, de por sí, solo tenemos la existencia en potencia, y es Dios la causa de que (temporalmente) la tengamos también en acto. El, que es pura existencia en acto, es quien nos la "presta".

Con esta ingeniosa teoría Tomás de Aquino pretende conciliar el dogma cristiano de la creación con la filosofía griega, para la que no tenía sentido alguno la noción de un dios creador. 
Para los griegos el problema ontológico estaba en averiguar la arkhé, el principio o ser fundamental de la realidad, es decir, la materia común, las formas de las cosas, la causa del movimiento, la ley que lo determina todo. Tal vez la causa y la ley del movimiento fueran, para ellos, algo divino. Pero lo que ninguno de ellos admitía era que un dios creara el mundo de la nada, es decir, que en algún momento no hubiera habido realidad. Esto les parecía lógicamente increíble (¿cómo surge el mundo a partir de nada?)...
Por el contrario, el judaísmo y el cristianismo afirman que Dios no es solo la causa del movimiento y el que presta ley y orden al mundo, sino algo más: su creador. Dios no es solo como el "arkhé" del mundo, sino también su hacedor, el que lo crea, misteriosamente, a partir de la nada. 
Tomas intenta encontrar una solución para conciliar ambas posturas, dotando de mayor racionalidad al dogma de la creación. Su solución (de inspiración aristotélica) es que Dios no crea el mundo de la nada, pues éste ya es como esencia o concepto en su mente. El mundo creado es fruto de la acción eficiente de Dios, que actualiza, según su voluntad, aquello que ya existe (el mundo) pero solo en potencia. Así pues, el Dios tomista va más allá del Primer motor de Aristóteles. Éste se limita a ser la primera causa del cambio. El Dios de Tomás es, más radicalmente, la primera causa de la existencia. 

En conclusión, el mundo entero tal como lo pensamos pudiera no haber existido (es prescindible, contingente –como parece mostrar hoy la ciencia—). Si existe es por… ¿Por qué? La respuesta de un cristiano (y de Tomás) a este misterio es: por la voluntad o el deseo de Dios.
Esto sigue siendo bastante irracional (aunque no es más racional la “solución” que dan los físicos actuales cuando se les pregunta por la causa última del Universo). Pero, aún así, Tomás es uno de los teólogos cristianos más racionalistas. Al fin y al cabo Dios no crea de la nada, sino solo a partir de lo que es posible o concebible (a partir de Esencias, cuya existencia está en potencia). Además, por eso mismo, no puede crear lo que quiera, sino solo lo pensable o concebible. Solo las esencias (lo que podemos pensar) tienen la potencia de existir (que Dios convierte con su deseo en acto). A diferencia del Dios de los teólogos más irracionales, que es pura Omnipotencia y puede hacer que existan los círculos cuadrados o que dos más dos sean siete (es decir, que existan cosas inconcebibles o carentes de esencia), el Dios del tomismo es poderoso solo en cuanto sabio (o lógico). O, mejor, su Poder radica en su Sabiduría. Como se dice en los Evangelios: "En el principio existía el Logos, y el Logos estaba con Dios / y el Logos era Dios. / (…) / Todo fue hecho por él / y sin él nada se hizo (...)" [Juan, 1, 1-18].



La fe contra/sobre/con/bajo/separada de la razón

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Muchos teólogos-filósofos medievales pretendieron utilizar la razón (y la filosofía) para confirmar las creencias cristianas. Esto les condujo a plantearse la relación entre la fe (creer por voluntad) y la razón (creer por entendimiento). ¿Son compatibles? ¿Qué relación puede haber entre ellas? Estas son las respuestas que dieron.


1. No hay relación posible. La fe es la única vía a la verdad (Fideísmo). Dios y su creación son misterios demasiado grandes para la razón humana. Querer comprenderlos es soberbia y pecado (el pecado original, acordaos, consistió en probar del árbol de la sabiduría). Además Dios es libre y omnipotente, hace lo que quiere, no lo que es lógico. El cristiano debe entregarse en brazos de la fe, ciegamente, sin entender (“Creo porque es absurdo”, decía Tertuliano). “Ora et labora” (reza y trabaja), esa es la vida que conduce a la salvación.

2. La razón se subordina a la fe (San Agustín y otros). La filosofía y la razón conducen a la fe en Dios. San Agustín (influido por el neoplatonismo) pensaba que el ser de las cosas reside en formas invariables e inmateriales que no pueden tener su origen ni en el mundo ni en el alma (pues ambos son variables e imperfectos), sino en Dios. Además, es la bondad de Dios lo que garantiza que nuestra razón no nos engañe. Dios está, así, al final y al principio de todo conocimiento: “entender para creer, y creer para entender”. La razón y la filosofía deben ponerse, pues, al servicio de la fe y la religión. Todo otro conocimiento es “vana curiositas” (vana curiosidad).


3. Fe y razón son distintas perspectivas de una misma verdad (Sto. Tomás de Aquino). Dios es un misterio, pero no sus obras o efectos: las Sagradas Escrituras y el mundo. Por la fe conocemos y confirmamos las Escrituras (teología sagrada). Por la razón conocemos el mundo (teología natural). Ambas obras (las Escrituras y el mundo) y ambas vías de conocimiento (fe y razón) son creación de Dios, por lo que son buenas y no pueden entrar en contradicción. Además, fe y razón colaboran. La razón ayuda a la fe con sus argumentos (demostrando la existencia de Dios y otras verdades cristianas), y la fe ayuda a la razón sosteniendo la creencia en la racionalidad del mundo.



4. La fe se subordina a la razón (Averroes y otros). Algunos filósofos medievales (pocos y considerados herejes) llegaron a sostener que la razón y la filosofía representan un tipo de conocimiento (de Dios y del mundo) superior al de la teología sagrada (mezcla de fe y razón) o al de la mera fe (que se vale de la imaginación y el sentimiento para acercar la verdad a la gente más sencilla). Esta fue una opinión marginal durante la Edad media.


5. Autonomía de la fe y de la razón. (Guillermo de Occam y otros). Fe y razón son formas de conocimiento totalmente distintas, cada una de ellas referida a un ámbito de realidad diferente. La fe y la religión se ocupan de lo sobrenatural (lo sagrado). La razón y la ciencia se ocupan del mundo natural (lo profano). Fe y religión no se contradicen porque no se ocupan de lo mismo. Cada una produce sus verdades, que son válidas en su campo, sin interferir la una en la otra (teoría de la doble verdad). Este dualismo (fe/razón, religión/filosofía, Dios/mundo, sagrado/profano, etc.) va a formar parte de la mentalidad moderna.




Si queréis más, aquí tenéis otra versión del mismo asunto.


Y aquí, la presentación de clase











Ética y política en la filosofía medieval

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¿Por qué existen la sociedad, el poder político o las leyes? ¿Y por qué hemos de obedecer esas leyes y a los gobiernos o Estados que las administran?... Estos son algunas de las preguntas más interesantes de la filosofía política. Veamos qué tienen que decir al respecto los teólogos medievales.

Su explicación del origen de la sociedad y la ley parece un tanto mítica, aunque no será muy diferente, en el fondo, de la que oiremos en algunos filósofos modernos. Antes del pecado los hombres vivíamos en el paraíso natural (en una especie de “estado de naturaleza”), donde éramos autosuficientes (todo lo necesario a la vida nos era dado) y buenos, por lo que vivíamos en perfecta armonía con los demás. Pero tras el pecado nos volvimos menesterosos y egoístas. Por lo primero, tuvimos que asociarnos con otros para paliar nuestras necesidades (el trabajo en equipo -- dicen también los antropólogos actuales -- permitió que pudiéramos adaptarnos y sobrevivir). Por lo segundo (por volvernos malos y egoístas) tuvimos que instituir las leyes positivas, para resolver con ellas los conflictos de intereses y poder convivir juntos.

Ahora bien, ¿qué leyes hemos de instituir y respetar? Para que las leyes generen orden social y garanticen la convivencia hay que respetarlas incluso cuando no nos convenga. ¿Por qué vamos a respetarlas en ese caso? ¿En qué se fundamenta el respeto a la ley y la conformidad con el poder que las instituye y aplica? Hay muchas respuestas a esta pregunta, pero en la Edad media la respuesta suele ser esta: por que las leyes positivas han de convenirse en orden a las leyes naturales emanadas de Dios; es eso lo que las hace justas o legítimas. Dicho en un lenguaje más "técnico": los teólogos medievales afirman que las leyes deben fundamentarse en el “derecho natural”, que es aquel que se justifica en las Escrituras y la doctrina cristiana.

El derecho o ley natural se deduce de la ley moral natural. La ley moral natural es aquella que establece lo que está bien, es decir: lo que debemos hacer para realizar virtuosamente nuestra naturaleza humana. Dado que la naturaleza humana consiste en ser racional, la ley moral natural establece que lo bueno es todo aquello que contribuye a desarrollar no solo nuestro ser (como la supervivencia o la reproducción), sino también nuestra racionalidad (la búsqueda de la verdad y la justicia). Sobra decir que las leyes morales naturales (el deber de procurar la conservación de la vida humana, de procrear y cuidar a los hijos, de buscar el conocimiento...) son válidas para todos los hombres y en todos los tiempos (son universales e intemporales).


Moises enseña a los israelitas la ley de Dios. Palacio Ducal Venecia.
Como hemos dicho, el pecado (fruto de la libertad con que nos dotó Dios y de nuestra naturaleza corrompible) irrumpió en el estado de naturaleza (perfectamente regido por una la ley moral natural, pero no determinista -- se nos permitía elegir cumplir con ella o no -- ) y obligó a introducir leyes positivas. ¿Cómo han de ser estas leyes? Las leyes positivas han de imponer hábitos y conductas que obliguen al individuo a seguir sus fines naturales (establecidos por la ley moral natural) y seguir la razón y el bien comunes, rechazando la anteposición de sus intereses particulares. Y aunque estas leyes positivas son convencionales (su naturaleza histórica y cultural permite que desarrollen la ley moral natural -- siempre muy general -- en circunstancias diferentes) ha de ser deducible, en último término, de la ley o derecho moral natural; por lo que no pueden ser arbitrarias (elegidas por un tirano o, sin más, por una mayoría de personas).




Ahora bien, si el fundamento de las leyes positivas o civiles son las leyes naturales, es decir, las “leyes de Dios”, ¿no debería ser la Iglesia quien las estipulara e hiciese cumplir? En otras palabras: ¿no debería ser la Iglesia quien ostentara el poder político?

A lo largo de la Edad media europea, el Estado y la Iglesia (el emperador y el papa) mantienen una lucha abierta por acaparar el poder político. Las posturas al respecto son variadas, pero podemos nombrar estas cuatro. 

El cesaropapismo es la doctrina que defiende la acumulación del poder político y religioso en manos del emperador (a la manera de los emperadores antiguos, que reunían en sí el poder político y el sacerdotal). La teoría de “las dos espadas” reza que el poder debe ser compartido por el emperador y el Papa (sin que esto deba generar conflictos pues, al fin y al cabo, el fin de ambos es el mismo y lo mismo: el bien común y la salvación). Las posiciones más teocráticas postulan la asunción de todo el poder por parte del Papa (que es el máximo representante del Legislador divino en la Tierra). 

Y, finalmente, a finales de la Edad media, se impone la teoría de la separación de poderes: el Estado debe administrar todo el poder político y la Iglesia debe limitarse a la salvación de las almas. Esta división de tareas (pareja a la que se produce, en el mismo periodo, entre la fe y la razón) es una de las escisiones que determinan el paso desde la época medieval a la época moderna. Separada y reducida al ámbito de lo profano, la ley civil pierde su autoridad sagrada. ¿En qué habrá de fundamentarse, entonces, el respeto y la conformidad con el poder? ¿En la divinidad de los Reyes? ¿En el sagrado amor a la Patria y la Nación? ¿En los Derechos individuales (sobre todo, el derecho a la propiedad de los ricos burgueses)? ¿En el interés de la Voluntad Popular expreso en un Contrato social?... La respuesta en próximos capítulos. Mientras tanto podéis ir pensando hasta qué punto es cierta o posible, aún hoy, la separación entre Iglesia y Estado.


¿Qué significa ser moderno? El paso del medievo a la modernidad.

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La época moderna comienza allá por el siglo XV, a caballo entre la Baja edad media y el Renacimiento, y según los historiadores termina en el siglo XVIII, cuando los franceses le cortan la cabeza al rey y acaba, simbólicamente, el “antiguo régimen”. A la época moderna le sigue la época contemporánea que, según los historiadores, va del siglo XVIII hasta hoy. Pero a grandes rasgos, y desde el punto de vista de la mentalidad y las ideas filosóficas, las épocas moderna y contemporánea no son esencialmente distintas. Así que, grosso modo, todo lo que digamos de la Modernidad encaja también con nuestra propia época. Somos, aún hoy, modernos (y, como mucho, "postmodernos", que es casi lo mismo con otros ropajes). ¿Y qué significa eso?


La modernidad es una época de escisiones y dualidades (frente a la Edad media que, en general, fue un tiempo de unidad e integración –más o menos lograda— en torno a ciertos valores e ideas sostenidas como absolutas). La cultura medieval era teocéntrica, todo giraba alrededor de Dios y la religión. Dios y el mundo eran realidades íntimamente unidas (Dios se mostraba en el mundo, que era su creación, y comprendiendo el mundo era posible llegar a Dios, o lo más cerca posible). Pero a finales de la Edad media se impone la doctrina de la separación entre fe y razón. Crece la idea de que entre Dios y el mundo media una enorme diferencia. De un lado, Dios representa el mayor de los misterios, al que solo se puede acceder por la fe (fideísmo), pues su absoluta perfección se supone infinitamente incomparable con el mundo objeto de la filosofía y la ciencia. Por lo mismo, el mundo se diferencia y aleja de Dios, se desacraliza y mundaniza; se impone el gusto por lo mundano, esto es: la idea moderna de que hay que valorar y disfrutar de este mundo (que ya no es un valle de lágrimas o una mera escala camino del cielo). La cultura moderna abre así una primera y radical distinción entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo mundano, lo que da lugar a un ámbito cultural nuevo, construido a la medida del hombre y de su mundo (antropocentrismo).


La distinción sagrado/profano se abre paso en todos los niveles de la cultura moderna. En la economía se generalizan formas de producción desligadas e incluso opuestas a la tradición y la moral cristiana (la usura, el afán de lucro, la competencia) y características de una clase social en auge (la burguesía). Esta nueva economía, libre de trabas religiosas y sociales (como eran, por ejemplo, los gremios), es la semilla del capitalismo y su ideología va a ser el liberalismo.

En cuanto a la sociedad se rompe el lazo entre lo natural y lo propiamente social. Las nuevas clases sociales están basadas en la riqueza, y en la capacidad para obtenerla, y no en la sangre ni en ningún otro orden estático, natural o divino (como eran los estamentos medievales).  Además, se va a ir produciendo una escisión muy fuerte entre el grupo social y el individuo particular. Crece el individualismo, se valora la vida privada (distinguiéndola de la vida pública), y se cultiva la personalidad (como sucede entre los artistas del Renacimiento), frente al espíritu de “rebaño” (o Iglesia) y el anonimato propios de la Edad media.

En el ámbito político e institucional se rompe un lazo tras otro. En primer lugar, la ruptura es entre Iglesia e Imperio, comienzo de la distinción moderna entre la Iglesia y el Estado (se impone la idea de que la religión es un asunto privado, y no debe regir los asuntos públicos, que deben ser gobernados por un Estado secularizado). Casi a la vez, se produce la ruptura en el seno mismo de la Iglesia: la Reforma protestante rompe al cristianismo occidental en dos: católicos y reformistas (estos últimos defienden la relación individual con Dios; la Biblia no admite una única lectura, sino muchas, una por cada individuo). En tercer lugar, se desatan las tensiones entre el Imperio y los distintos reinos: cada uno quiere configurar una entidad política diferenciada; es el nacimiento de las naciones modernas, y de la ideología que las sustenta: el nacionalismo. Un poco más acá en el tiempo se dará también la ruptura entre el Rey y la sociedad, que ya no acepta la tutela monárquica y pretende estar formada por “ciudadanos” y no por  “súbditos” (republicanismo).

Fruto de estas rupturas políticas lo son también el divorcio entre el derecho civil y el derecho natural o divino: las leyes tendrán que justificarse de otra manera que apelando a Dios. La respuesta está en la moral, pero ¿qué moral? Rota la unidad entre la moral pública (cristiana) y la moral privada, en la cultura moderna cada individuo tiene sus valores (relativismo), por lo que se hace necesario un consenso o contrato (una moral común mínima), fruto de la suma de opiniones particulares; esto es el contractualismo y la futura democracia.

En cuanto al saber, la ya citada distinción entre fe y razón alienta el cisma definitivo entre teología y filosofía (cara y cruz de lo mismo durante la Edad media), y la idea de autonomía de la razón, que se basta por si sola para comprender el mundo, aunque al precio de desvincularse del mundo del espíritu, que queda en mano de la teología y, en unos siglos, de la propia filosofía. En efecto, el éxito de la Revolución científica va a marcar una nueva diferencia, vigente hasta hoy: la que se da entre la filosofía y la ciencia. Es decir, entre el ámbito de las ideas, los valores y la racionalidad (todo lo ligado al "espíritu"), de un lado, y el ámbito de los hechos y la experiencia, del otro (lo ligado a la "naturaleza"). Así, frente al racionalismo tradicional (vinculado a la vieja escolástica y la filosofía clásica) surge el moderno empirismo de los filósofos ingleses (para los que la verdad debe sustentarse en hechos o impresiones sensibles). 
Ambos (racionalistas y empiristas) están no obstante de acuerdo en la “novedosa” y problemática escisión entre el mundo objetivo y la mente subjetiva (el idealismo moderno, compartido por la mayoría de los filósofos). 

Finalmente, la suprema libertad divina (todo Voluntad y Poder) se separa del mundo terreno, imaginado como un inflexible mecanismo de relojería en el que la libertad humana no parece tener cabida. Es el problema del determinismo...



¿Qué es el idealismo?

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El idealismo es la idea de que toda realidad es, antes de nada, una idea en mi mente. Uno puede pensar ingenuamente que el mundo se refleja tal cual es en su mente, como si esta fuera un espejo. O puede ser un poco más crítico y darse cuenta de que el mundo que vemos y pensamos es antes una visión o pensamiento que un mundo. La filosofía moderna, que es profundamente idealista, arranca de la sospecha de que la mente (esa compleja máquina con la que vemos y pensamos) modifica la realidad al captarla o comprenderla, de manera que siempre conocemos el mundo con la forma que le da la mente al conocerlo. Conocer sería entonces, no captar el mundo tal como es (¿quién podría hacer esto?), sino un modo adecuado de producir ideas (imágenes, pensamientos) a partir de los estímulos que nos llegan del entorno, o incluso que nos llegan solo de la mente, como si toda realidad y certeza brotaran de ella y solo de ella. 


El gran filósofo Descartes, padre del idealismo moderno, sospechaba que todo lo que veía y pensaba podría ser un sueño o una creación de la mente y, por tanto, que lo único que existía con todas las garantías era la propia mente, la suya. Puedo pensar que nada de lo que veo o pienso existe de verdad (decía), pero al menos mi pensamiento sí que existe (porque no puedo pensar que no exista sin estar pensando). De ahí su famosa frase: "pienso, luego yo (mi mente) existo" Esto es el idealismo: toda realidad y certeza es, antes que nada, la realidad y la certeza de la propia mente. ¿Y el resto? ¡Dios lo sabe!... 

Dado que no hay más cosa segura que la mente, los filósofos modernos se dieron a pensar intensamente en ella, en especial en cómo la mente podía producir verdades, cosa difícil si sospechamos de la realidad del mundo exterior o de la posibilidad de conocerla con objetividad... Unos se convencieron de que la verdad dependía de las imágenes o impresiones sensibles más simples, de manera que nuestras ocurrencias serían verdaderas caso de casar con tales imágenes o sensaciones primarias; a esto se le llamó empirismo, y sus representantes más egregios fueron Locke, Berkeley y Hume. Otros pensaban que la fuente de toda verdad era el razonamiento y ciertas ideas innatas (no aprendidas por experiencia); a esto se le llamó racionalismo, y los filósofos que lo defendieron fueron el propio Descartes y otros como Spinoza y Leibniz.

El racionalismo, o de cómo conocerlo todo al modo matemático.

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El racionalismo es una teoría sobre el conocimiento defendida por muchos filósofos, desde los griegos hasta hoy. En la modernidad el racionalismo está representado por autores como Descartes, Spinoza, Leibniz o Wolff, entre otros.

El racionalismo sostiene que conocer algo (sea lo que sea) consiste en poder explicar las razones por las que ese algo es lo que es. Naturalmente esto supone creer que la realidad  tiene una “estructura” racional y que todo ocurre por alguna razón, pues si no supusiéramos una cierta simetría entre la forma (racional) de la realidad y nuestra forma (racional) de explicarla, ¿podríamos conocer (racionalmente) algo? El mundo, para el racionalista, es matemático.

Los racionalistas más radicales piensan que, por principio, todo se puede explicar con la razón, al modo matemático, partiendo de ciertas verdades evidentes y deduciendo de ellas todas las demás. Leibniz incluye en ese todoa los hechos particulares (por ejemplo, que Cesar cruzara un día el río Rubicón o que yo me haya levantado hoy a determinada hora). Spinoza escribió una “Ética demostrada al modo geométrico” en la que cada pensamiento sobre lo bueno y lo malo había de demostrarse como un teorema matemático. Todo esto refleja el ideal, típicamente moderno, de la “mathesis universalis” (un saber matemático que lo explicase todo de forma clara e indudable).

El origen del conocimiento ha de estar, pues, en ciertas ideas intuidas como evidentes a la luz de la razón. Que sean tan evidentes quiere decir que es imposible ponerlas en duda sin incurrir en una contradicción o absurdo lógico (son lógicamente necesarias). Candidatas a este lugar de privilegio (como pilares del edificio del conocimiento deductivo) son el cógito cartesiano (el “pienso luego existo”), el principio de identidad (toda cosa es igual a sí misma) y de no contradicción (ninguna cosa puede tener propiedades opuestas al mismo tiempo y en el mismo sentido), el principio de razón suficiente (todo ocurre por alguna razón) y el de causalidad (todo tiene una causa), además de las ideas lógicas y matemáticas más simples. Dado que la verdad de todas estas ideas parece necesaria y eterna (no cambia nunca), y las cosas de este mundo son contingentes y temporales (cambian constantemente), aquellas no pueden haberse obtenido de la experiencia en este mundo, sino que han de descubrirse en la propia mente, como ideas innatas.

Una vez se han descubierto esas pocas ideas evidentísimas a la razón, el resto consiste en deducir, según las reglas lógicas, el resto de las ideas o pensamientos correctos sobre la realidad. Así, del mismo modo que un físico matemático deduce la idea de movimiento curvo a partir de las ideas de movimiento rectilíneo y de fuerza, un filósofo deducirá la idea de Dios a partir de las ideas de perfección y de causa. De este modo (matemático) una mente omnisciente podría deducirlo todo “a priori”, es decir: usando solo el pensamiento y sin contar con la experiencia. Podría incluso deducir que “yo estoy escribiendo esto ahora”, sin verme, simplemente conociendo mi esencia o definición, así como la de todas las variables que me afectan, y empleando adecuadamente las reglas deductivas. Naturalmente –repara Leibniz— esto no es posible para una mente limitada como la nuestra, por lo que nosotros, los humanos, necesitamos siempre un cierto conocimiento por experiencia (“a posteriori”) si queremos saber lo que ocurre concretamente en el mundo (aunque no para el conocimiento de las matemáticas o la filosofía).


El racionalismo ha recibido muchas críticas. Muchas de ellas se refieren a la creencia en el innatismo de las ideas. ¿Cómo puede tener la mente ideas antes de ninguna experiencia del mundo?... Los racionalistas responden que sin estas ideas no sería posible ni la más mínima experiencia; no se puede aprender “de cero”. De otro lado, ¿cómo puede albergar la mente limitada de un ser humano la idea de perfección o de infinitud? ¿O cómo la mente, siendo una realidad de carácter temporal, puede descubrir verdades supuestamente necesarias y eternas? Esto va a llevar a algunos racionalistas a postular la necesidad de un Ser perfecto o Dios que nos haya “instalado” esas ideas y verdades en la mente antes de toda experiencia, pues ni la experiencia del mundo físico, ni la propia mente en sí, podrian justificar por sí solas que tengamos esas ideas.

 Otra objeción corriente es esta: si todo conocimiento es posible “a priori” (ya que las ideas fundamentales y las reglas lógicas son innatas), ¿cómo es que no lo sabemos ya todo al nacer?... La respuesta del racionalista suele ser que, dada la imperfección de nuestra mente, el conocimiento requiere de la experiencia para empezar a “actualizar” o desarrollar su saber innato –esto recuerda a la teoría de la reminiscencia de Platón—. 


Otra problema es que, a menudo, dos o más teorías parecen igualmente lógicas o consistentes, aunque expliquen una misma cosa de forma distinta (por ejemplo dos teorías sobre el movimiento de los astros, o sobre la naturaleza de la luz), por lo que, suponiendo que la verdad es una, hará falta recurrir a la experiencia para dilucidar cuál de ellas es la verdadera... El racionalista suele responder a esto que dos teorías no pueden ser exactamente iguales desde un punto de vista lógico y que, incluso en ese caso, el principio de unidad o simplicidad --una teoría es más verdadera si explica los mismos fenómenos de manera más simple que su contraria-- es el que debe resolver la cuestión.





El empirismo, o de cómo reducir todo conocimiento a impresiones.

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El empirismo es la teoría del conocimiento opuesta al racionalismo (aunque tanto en el empirismo como en el racionalismo hay posturas moderadas que intentan conciliar ambos extremos). En la modernidad, el empirismo está representado por autores como Locke, Berkeley y, sobre todo, David Hume.

El empirismo sostiene que conocer algo (sea lo que sea) consiste en observarlo, describirlo y recopilar los datos suficientes para hacer predicciones correctas sobre tal cosa. Por ejemplo, conocer un cuerpo celeste consistirá en observarlo con todo detalle, describir sus propiedades y acumular datos para, con ayuda de ciertos cálculos, poder predecir sus futuros movimientos. Naturalmente, esto supone creer que la realidad es, en general, una suma de fenómenos físicos todos ellos observables (o una suma de impresiones sensibles experimentables en la mente, diría el empirista más idealista). Si las matemáticas representaban el modelo de conocimiento para los racionalistas, para los empiristas este modelo es el de la ciencia experimental. 

Los empiristas más radicales afirman que todo lo que es real (o todo lo que se nos impone en la mente como tal) se puede describir en términos de propiedades sensibles simples como colores, figuras, etc. (o en términos de impresiones psíquicas de color, forma, etc.). En el origen de cualquier contenido mental hay una o más impresiones simples. Incluso las ideas matemáticas y filosóficas más alejadas del mundo sensible provienen de alguna manera de él. Así --diría un empirista--, si yo no hubiera tenido ciertas sensaciones distintas y experimentado las relaciones entre ellas, no podría haber llegado a pensar que “dos más dos son cuatro”. Si el racionalismo pretendía reducir todo conocimiento a matemáticas, el empirismo pretende reducirlo todo a la psicología del conocimiento.

El origen del conocimiento está, pues, en las impresiones sensibles que se imponen en mi mente con fuerza tal que mi voluntad no es capaz de modificarlas (por mucho que me empeño no dejo de percibir mis manos, o de percibirlas blancas en lugar de azules). Tales impresiones carecen de necesidad lógica y se transforman continuamente, pero su existencia parece indudable, dado que se me imponen quiera yo o no quiera. Estas impresiones deben ser, así, el criterio último de verdad. Además, dada su variabilidad e inconstancia, su existencia en la mente responde a una experiencia temporal (no son algo innato e invariable en la mente). Todo conocimiento lo es, así, "a posteriori" o por experiencia (antes de toda experiencia la mente es una “tabula rasa” o tablilla sin inscribir).

Dada la experiencia de estas impresiones simples, el resto del conocimiento se construye por reglas o, mejor, hábitos psicológicos (agrupación por semejanza y contigüidad, atribución de causas y efectos, generalización a partir de impresiones similares repetidas, etc.). Así, una vez se me imponen ciertas impresiones de color, forma, etc. (rojo, verde, ciertas figuras), por el hábito de agrupar lo semejante y lo contiguo en espacio y tiempo, formo con esas impresiones la percepción, por ejemplo, de una rosa. Esa percepción genera, además, una imagen en mi memoria que, al ser comparada con imágenes parecidas (de otras rosas), da lugar a una imagen esquemática o general de “rosa” (aquí estaría el origen de los conceptos, según algunos empiristas). De otro lado, por reiteración de ciertas impresiones complejas (del tipo “rosas creciendo en lugares de clima templado” y “ausencia de rosas en lugares fríos”) puedo construir conocimientos del tipo “las rosas solo crecen en lugares de clima templado”. A este tipo de “hábito de generalización” se le llama “inducción”. Como, además, mi mente tiene el hábito de interpretar la sucesión de impresiones como si unas fueran la causa de las otras, podría llegar a la conclusión de que el “clima templado” es una causa de que “crezcan las rosas”. 

Como veis, el idealismo parece arraigar más en el empirismo que en el racionalismo. En este la necesidad lógica, “eternidad” y “perfección” de ciertas ideas nos obliga a “salir” de la mente y creer en algo externo (aunque esto no sea directamente el mundo físico, sino tal vez un Dios eterno y perfecto). Pero en el empirismo las impresiones son tan variables como el pensamiento mismo, y todo lo que conocemos es combinación de impresiones según leyes o hábitos psicológicos, por lo que: ¿qué motivos tenemos para creer que existe algo distinto de la mente? El idealismo de los empiristas se vuelve completo escepticismo cuando alguno de ellos (como Hume) pone en duda la misma mente, pues (dice), ¿tenemos alguna impresión de la mente en sí como algo distinto de la serie de impresiones en que consiste nuestra experiencia? La respuesta es “no”, la idea de “mente” no tiene respaldo empírico, a lo sumo podría responde a un hábito (como la idea de “causa”, o de “cosa”, que no son impresiones, sino fruto de ciertas costumbres de nuestra mente a la hora de unir las impresiones).


¿Qué podemos objetar al empirismo?  La primera crítica se dirige a su propia justificación como teoría. La teoría racionalista de que toda verdad lo es por lógica podría intentar justificarse de modo lógico (aunque esto supusiera incurrir en un cierto “círculo vicioso”), pero el empirismo ni siquiera admite justificación circular, pues, ¿a qué impresión o experiencia, o asociación de las mismas, se corresponde el propio empirismo?... 

Otra crítica alude a la imposibilidad de explicar empíricamente las verdades lógicas y matemáticas (¿podría basarse la necesidad y eternidad de estas verdades en la contingencia y fugacidad de las impresiones?). 

Además: ¿cómo podríamos entender la más mínima experiencia sin ideas previas de carácter lógico (tal como la idea de identidad, las de relaciones todo/parte, etc,)? ¿Podría una mente empezar siendo una “tabula rasa” y aprender algo “desde cero”? ¿Cómo justifica el empirista las “reglas” psicológicas de asociación o inducción, que parecen estables y distintas, así, de las impresiones?... 

Una crítica fundamental al empirismo es que, llevado a sus últimas consecuencias, conduce al escepticismo más absoluto. Si toda verdad está fundada en las impresiones sensibles del sujeto, toda verdad será fugaz y subjetiva (es decir, nada será verdad, pues cierto grado de constancia y objetividad es requisito básico de una verdad). En cuanto a la falta de objetividad de las impresiones, de poco sirve acudir al principio de “inter-subjetividad” (todos "vemos" lo mismo), pues ¿qué sé yo de las impresiones de otras mentes? Solo sé por lo que me dicen de ellas, pero entonces el conocimiento “objetivo” sería cuestión de interpretaciones y "palabras", no de impresiones. 

Finalmente, el principio (lógico-psicológico) de inducción solo puede proporcionarme verdades probables (por muchas experiencias similares que acumule sobre rosas en climas templados, nunca podré decir con seguridad que no pueda florecer una rosa en el polo) y, por supuesto, no menos subjetivas (pues toda inducción se funda en la reiteración de mis propias impresiones)…

¿Y ahora qué? ¿Encontráis alguna objeción a estas objeciones? ¿Sois racionalistas o empiristas (o ni una cosa ni otra, sino todo lo contrario)?




¿Pueden los ciegos conocer el color azul? El debate entre empiristas y racionalistas.

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Los micrófonos ocultos de la Caverna captaron hace poco esta conversación entre un Empirista (E) y un Racionalista (R). A ver que os parece.

E: ¡Los datos, los hechos, el experimento bien hecho! Gracias a todo eso el conocimiento ha avanzado a pasos de gigante desde la revolución científica del XVII hasta nuestros días.
R: Es decir, que las ideas verdaderas son las que se corresponden con los datos, vamos, con lo que vemos.
E: Básicamente sí. En la ciencia también se razona y se deduce, pero la piedra de toque para verificar una teoría científica es que sus predicciones se correspondan con los datos observables. Es decir, que el astrónomo (por dar un ejemplo) diga que tal cometa va a pasar por el cielo tal día a tal hora y… ¡pase!
R: ¿Y cómo estás tan seguro de que esta concepción empirista de la verdad es la verdadera?
E: No te entiendo.
R: Sí. Tú dices que lo verdadero es lo que coincide con lo que ves. ¿Pero cómo sabes que esto mismo es cierto? ¿Por qué crees que sólo es creíble lo que ves? ¿Ves también eso? ¿Se ha demostrado con algún experimento que los experimentos son la forma adecuada de averiguar la verdad?
E: No es necesario. Tú, como yo, aceptamos que la verdad es la correspondencia de nuestros pensamientos con la realidad. Y la realidad es este mundo que vemos. ¡Es de sentido común!
R: Bueno, eso que tú llamas de sentido común yo lo considero, más bien, una teoría sobre la realidad. Y no hay que aceptarla sin más. Pero dejemos ahora eso. ¿Qué ocurre con las verdades matemáticas o lógicas, como que dos más dos son cuatro? ¿También estas verdades dependen de la experiencia, de lo que vemos o experimentamos?
E: Este es un asunto complejo. Pero yo diría que sí. Los conceptos matemáticos son una generalización a partir de nuestra experiencia con las cosas físicas. Percibimos cosas distintas pero a la vez similares (por ejemplo, distintos árboles o pájaros), y de ahí obtenemos el concepto de cantidad o número: dos árboles, tres pájaros… Y con la geometría igual: dicen los historiadores que nació en Egipto y Babilonia, por la necesidad que tenían allí de medir con exactitud las parcelas agrícolas… Todo conocimiento es "a posteriori", posterior a la experiencia.
R: No sé qué pensar. Todas las verdades que surgen de la experiencia son probables.
E: ¿Cómo probables?
R: Sí. Dependen de lo que observamos en el mundo físico, ¿no? Pero el mundo físico es cambiante, por lo que ninguna verdad será para siempre verdadera. Sólo podremos decir que, de momento, las cosas ocurren así, pero: ¿Y mañana?...
E: Cierto. Todas las verdades son probables.
R: Incluso la verdad de que toda verdad es probable debería ser, según tú, probable, y también ésta última, y ésta, y… ¿Hasta que el conocimiento sea absolutamente improbable?...
E: Eso me parece una exageración sin fundamento empírico.
R: Tal vez. ¿Pero de veras crees que las verdades matemáticas son sólo probables? ¿Sería posible concebir o imaginar un mundo en que dos más dos fueran cinco?... Por otra parte, dices que aprendemos los números a partir de la experiencia de ver cosas distintas y a la vez similares. Dejando el tema de cómo algo puede ser distinto y a la vez similar, ¿no te parece que para ver cosas, dos o tres o las que sean, hace falta ya conocer de alguna manera los números?
E: ¿De qué manera? ¿Insinúas que los bebés vienen al mundo sabiendo ya aritmética? Eso me parece ridículo. Nacemos sin saber nada, y menos aún matemáticas. ¡Con lo difíciles que son!
R: Eso también me resulta difícil de creer. Si los bebes nacieran sin ninguna capacidad lógica, ¿podrían aprender algo? ¿Podrían entender la más mínima instrucción que se les diera? ¿Podríamos aprender algo a partir de cero?

E: Creo que tienes razón. Pero eso no obliga a asumir que sepamos matemáticas al nacer, ni que vengamos con “ideas innatas” al mundo. Simplemente, el cerebro humano cuenta con ciertos mecanismos con los que procesar la información desde que empieza a recibirla.
R: ¿Es entonces la lógica una especie de mecanismo cerebral?
E: Digamos que el cerebro funciona de cierta forma, y a eso luego le llamamos "lógica".
R: Que funciona de cierta forma quiere decir que funciona según la lógica (la llamemos como la llamemos). ¡Pero me cuesta trabajo creer que las leyes lógicas estén ahí, entre las neuronas, obligándolas a comportarse de cierta forma!
E: Eso es una caricatura, me temo. Hace falta estar muy puesto en psiconeurología para discutir de esto.
R: Vale. Pasemos a otro tema. Si la verdad depende de lo que veo, la verdad sólo será mi verdad. Pues mis visiones o experiencias sensoriales son personales e intransferibles. El conocimiento empírico sería así, además de probable, muy subjetivo. ¿No crees?
E: No, no creo. Una observación empírica no es lo que ve un sujeto cualquiera, sino lo que ve un grupo de expertos, que se aseguran de estar viendo lo mismo.
R: ¿Y cómo se aseguran de eso? ¿Puedo yo meterme en tu mente para saber que estas viendo lo mismo que yo?
E: No, claro. Basta con que describamos todos con exactitud lo que vemos.
R: O sea, que al final la verdad no es la correspondencia con lo que se ve, sino con lo que interpreta un grupo de expertos que se ve.
E: Claro.
R: ¿Pero cómo sabremos si su interpretación es correcta?
E: Porque son expertos en su ciencia. Saben mucho.
R: Pero yo creía que decías que el saber depende del ver. Y ahora me dices que el ver depende del saber. Esto del empirismo no es nada fácil.
E: Saber y ver dependen uno del otro.
R: Ya. ¿Pero son igual de importantes? ¿Se puede ver sin saber? ¿Podríamos ver algo de lo que no tuviéramos ni idea?...
E: Habría que pensarlo. Seguramente no.
R: Sí, mejor pensarlo que verlo. Yo creo que es imposible ver algo de lo que no tengamos ideas previas.
E: ¿Volvemos a las ideas innatas y los bebes sabios?
R:… Y por otra parte, creo que se pueden saber muchas cosas sin verlas, y ni tan siquiera imaginarlas, como las ideas matemáticas. Es más, estaría dispuesto a plantear que incluso un ciego de nacimiento podría saber perfectamente lo que es el color azul…
E: ¡Imposible! Por mucha física de los colores que supiera, no se puede saber del todo lo que es el azul si uno carece de vista.
R: ¿Quieres decir que hay cosas que no se pueden entender sin verlas?
E: Pues sí.
R: ¿Y que, por tanto, entender y ver son cosas distintas o, si quieres, partes distintas del conocimiento?
E: Sí.
R: Entonces ver no es entender, o, si quieres, ver es una forma de conocer que no tiene que ver con la inteligencia y las ideas.
E: Así es.
R: ¿Y no te parece que esto desdice lo que decíamos antes: que no se puede ver nada si no es a partir de ciertas ideas e interpretaciones?

1. Resume los principales argumentos de E contra R.
2. Resume los principales argumentos de R contra E.
3. ¿Qué opináis vosotros: sabemos según lo que vemos, o vemos según lo que sabemos?
4. ¿Podría un ciego de nacimiento, que contara con una teoría perfecta acerca de los colores, saber igual o mejor que nosotros lo que es el color azul?

Descartes y Hume

El contractualismo: la teoría política moderna.

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Los hombres del medioevo (y de gran parte de la época moderna) solían creer que su mala ventura y sus discordias eran fruto de su naturaleza manchada por el pecado, y que solo un poder exterior a ellos podía salvarlos del desorden y la violencia. En aquella época el poder de los reyes, los señores y los clérigos, era grande y misterioso. Los hombres confiaban en ellos porque su poder provenía de Dios, que por su gracia y providencia los había señalado para gobernar a su rebaño. Así, Dios había cedido su divina soberanía a los señores (nobles y clérigos) que, por su superior valor y virtud, tenían la competencia para gobernar sobre los cuerpos y las almas de sus vasallos (es decir, sobre la vida, los bienes y la libertad de la mayoría). Sobre todos esos señores sobresalían a su vez reyes, emperadores y papas, cuyo poder era (al menos, en teoría) la expresión del poder omnímodo del mismo Dios. El ejemplo más majestuoso de esta doctrina política, típica del “antiguo régimen”, es el de los reyes absolutos de la Europa moderna, como aquel famoso rey francés, Luis XIV, del que dicen que dijo: “el Estado soy yo”.


Pero desde el siglo XVII, y frente a esta teoría política tradicional (y también frente al pragmatismo y "realismo" político de autores como Nicolás Maquiavelo), algunos pensadores, como Thomas Hobbes y, sobre todo, John Locke y, más tarde (en el siglo XVIII), Jean-Jacques Rousseau, comienzan a confabular una nueva doctrina política. Pensaban estos intelectuales que los hombres eran, en efecto, imperfectos por naturaleza y necesitados, por tanto, de ley y de gobierno para asegurar la paz y la justicia (hasta el bueno de Rousseau pensaba que su “buen salvaje” podía verse corrompido por la ambición y la violencia). Pero a diferencia de lo que era habitual creer, estos filósofos pensaban que el hombre podía perfeccionarse por sí mismo, con ayuda de su razón. Y así, en lugar de entregarse confiado al poder salvador de Dios y del rey, erigirse en soberano autónomo, en rey de sí mismo.

 Nace entonces la idea de soberanía individual: el poder legítimo reside, por naturaleza y razón, en la voluntad de los individuos. La ley es legítima si los individuos racionalmente la aprueban. ¿Y qué leyes son esas que suscitan la aprobación racional o "natural" de los individuos? Para los filósofos políticos modernos van a ser muy pocas, aunque muy importantes, porque van a convertirse en la fuente de legitimidad del derecho (es decir, del resto de las leyes), y son la simiente de lo que más tarde llamaremos "Derechos Humanos". Estas leyes o derechos fundamentales serán: el derecho a la vida, a la libertad, a la igualdad y, según algunos (pero no todos), el derecho a la propiedad.  

Ahora bien, la misma razón que reconoce este poder y derecho natural-racional en la mayoría de los individuos (no en todos, al menos al principio: las mujeres o las personas de otras razas van a quedar fuera de ese reconocimiento inicial), reconoce también la posibilidad del conflicto entre los derechos de unos y de otros, de ahí que arbitre la siguiente solución. Todos los miembros activos de la sociedad, reunidos como pueblo, decidirán constituir unas leyes básicas y un sistema político (una constitución se llama a veces) que sirvan para resolver, con justicia, los conflictos de interés entre los derechos naturales de las personas, y que serán válidas en tanto el pueblo así lo mantenga. A continuación, todos los individuos se comprometerán a cumplir esas "reglas de juego" y obedecer al gobierno que las administre, cediéndoles parte de su poder y libertad individual, en vistas al bien común. Este compromiso es un “contrato” (figurado) de todos los individuos entre sí, voluntariamente suscrito, que los convierte en ciudadanos del Estado creado por ellos mismos y al que ellos libremente se someten. 
Pero también, más adelante, es un compromiso o contrato entre los ciudadanos y los gobernantes, que ya nunca podrán gozar de un poder absoluto, sino limitado por las leyes básicas establecidas y los derechos naturales individuales cuya salvaguarda es la justificación última de todo poder político. Hasta el punto, esto último, de que, según Locke y otros, los ciudadanos tienen derecho a rebelarse y deponer por cualquier medio al gobierno que no cumple… con el contrato.

Así pues, la teoría política moderna establece estos niveles de soberanía o poder legítimo de las leyes y el gobierno:

(1) La razón. El poder de una ley es legítimo si está basado en la razón.
(2) Los derechos naturales individuales. El poder de una ley es legítimo si es expresión o está al servicio de las leyes o derechos naturales individuales que dictamina la razón; es decir, las Leyes que obligan a respetar la vida, la libertad, la igualdad y, no sin discusión, la propiedad, de cada persona.
(3) La soberanía popular. El poder de una ley es legítimo si es expresión de la voluntad de la mayoría, siempre que ésta no atente contra los derechos naturales individuales.  
(4) Las leyes fundamentales y el sistema político (Constitución). El poder de la ley es legítimo si emana de las leyes que hemos convenido y que nos hemos comprometido (contrato social) a cumplir y hacer cumplir de acuerdo con la voluntad mayoritaria (soberanía popular).
(5) El gobierno representativo. El poder de una ley es legítimo si lo ejerce el gobierno que, por contrato (electoral) nos representa, y siempre que este cumpla con sus compromisos y respete las leyes fundamentales (constitución).

Como habréis adivinado, la teoría contractualista es el origen de la teoría democrática moderna. ¿Qué os parece? ¿Le encontráis alguna pega? ¿Creéis que hay algún sistema político mejor?









La Ilustración y Kant.

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Según Kant, la Ilustración y el progreso de la sociedad consistía en que los individuos dejaran de ser "menores de edad” mental y se atrevieran a pensar por su cuenta, sin permitir que otros pensaran y decidieran por ellos. Kant pensaba que la mayoría de la gente era, en su época, “menor de edad” y que, por tanto, eso de la Ilustración apenas era más un propósito que una realidad. Para Kant, el medio idóneo para lograr ese propósito era la educación. O, más exactamente, cierto tipo de educación: aquella que descubre al individuo la necesidad de pensar por sí mismo y le enseña a hacerlo. Ahora bien, de un lado esta educación apenas existía (los "tutores" o educadores eran tan inmaduros o dependientes de prejuicios como sus pupilos, por lo que no hacían sino prolongar la minoría de edad de estos). Y de otro lado la mayoría no se prestaba fácilmente a salir de su situación, ya fuera por miedo (¡quién se atreve a pensar por sí mismo corriendo el riesgo de perderse del rebaño!), ya por pereza y, en general, por no tener un genuino deseo de libertad que fuera más allá de la satisfacción de los deseos "naturales"(según Kant, estos deseos naturales eran tres: el deseo de estar sano, de tener dinero, y de aliviar como sea el miedo a la muerte).
  
¿Ha cambiado algo desde la época de Kant? ¿Es la mayoría de la gente de nuestro entorno “mayor de edad” (en el sentido de los ilustrados)? ¿En qué consiste realmente ser "mayor de edad"? ¿Es la educación de hoy instigadora de ese pensamiento propio y libre que, según Kant, representa el acceso a la verdadera “mayoría de edad”? 


¿QUÉ PIENSAS TÚ?




















Kant: El cielo estrellado sobre mi cabeza, la ley moral en mi corazón... y una canción para empezar.

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Ser autónomo (o mayor de edad) consiste en establecer por ti mismo lo que has de creer y lo que has de hacer (es decir: la ley de lo que es verdad y la norma de lo que es bueno). La razón, dice Kant, es el instrumento para establecer tales leyes o principios: tanto las del conocimiento como las de moral (porque la razón tiene dos aspectos o usos: el teórico-cognoscitivo y el práctico-moral).

Ahora bien, ¿de qué razón hablamos? ¿De la razón pura y capaz de todo del racionalista (como Leibniz o Wolff)? ¿O de la razón más modesta y mezclada con la experiencia del empirista (como Locke o Hume)? ¿Qué es, en suma, la razón? ¿Cuáles son sus límites y posibilidades? Para clarificar todo esto Kant emprende su filosofía “crítica”, que pretende investigar y establecer el verdadero poder de la razón (según la propia razón), tanto en su uso teórico (en la Crítica de la razón pura) como en su uso práctico (en la Crítica de la razón práctica).

Fruto de la crítica de la razón teórica será su teoría del conocimiento: el idealismo trascendental. Fruto de la crítica de la razón práctica será su teoría moral: el formalismo ético. Con ambas teorías Kant pretende responder a dos de las grandes inquietudes que le condujeron a la filosofía: la pregunta por el conocimiento (¿qué puedo conocer?), y la pregunta moral (¿qué debo hacer?). Tanto le intrigaron estas cuestiones que cuando murió dejo grabado en su tumba esta frase: "Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral en mi". El misterio de la realidad y el misterio de la libertad; lo que está fuera del hombre y lo que está en su interior. ¿Cabe alguna pregunta más honda que estas?

Para ir tomando fuerzas os invitó a que ocupéis poco más de veinte minutos en ver el vídeo que aparece abajo. Después podréis escuchar la canción de Kant y así, de paso, repasáis el inglés... Ah, y tenéis, también abajo, la presentación de clase. Y esta divertida campaña publicitaria en la que se usa la teoría moral de Kant para animar a la gente a comportarse "como es debido" en el tranvía.





El sueño de la razón (y el insomnio de la sinrazón). Fragmentos del diario de Kant.

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Fragmentos del diario personal de Kant 
* NOTA IMPORTANTE. El equipo de investigación de este blog no garantiza la fiabilidad de estos documentos (ni la fiabilidad de nada, en general). En cualquier caso, recomienda no citarlos en exámenes, trabajos ni congresos científicos, hasta tanto no se compruebe su veracidad. 

Königsberg. 26 de febrero de 1769. 
Hoy al fin me he despertado, después de muchos años, del sueño racionalista. Debe ser que he estado leyendo a Hume hasta muy tarde. Era un sueño bonito, grandioso, pero un sueño al fin. Soñé que con la pura razón podría conocerlo todo sin moverme, no ya de mi querido Königsberg, sino tan siquiera de mi gabinete. Soñé que, como decía Leibniz, podría deducir cualquier cosa a partir de principios evidentes y desplegar, por así decir, todo lo que ya tenía desde siempre en mí sin saber que lo tenía. ¡Con cuánta ingenuidad y fe ciega he estado soñando esto durante años (que yo recuerde, desde la escuela)! Ahora sé que es falso. La mayoría de esas verdades que la razón saca de sí misma no tienen valor alguno para el conocimiento, no añaden nada nuevo a lo que ya sabemos. Decir que “todos los cuerpos son extensos”, o que “dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí”, es como decir que “ningún soltero está casado”. Serán verdades segurísimas, cierto, necesarias y universales, imborrables por el tiempo y la experiencia (¡como que no tienen nada que ver con ella!). Ahora bien, ¿qué dicen? Casi nada. A lo sumo en ellas se analiza el significado del sujeto explicándolo en el predicado. Sí (se viene a decir), que algo sea un cuerpo significa que es extenso, claro. Y que alguien este soltero significa que no está casado. ¡Clarísimo! ¿Pero y qué? ¿De qué nos sirven estos juicios “analíticos” a priori?... El sueño de que con ellos iba a descubrirlo todo es falso y dogmático. No menos que ese otro de que toda idea está ya innata en mi mente. ¡Narices! ¿Y cómo que no lo sé ya todo, entonces, en lugar de despertarme una y otra vez como un pobre ignorante ávido de conocimientos?... ¡No volveré a soñar con este racionalismo pomposo y dogmático!...


 Königsberg. 27 de febrero de 1769. 
(...) Hoy intenté dormir tras el almuerzo, sentía mi cuerpo pesado, pero me fue imposible. Pensaba en mi sueño racionalista de tantos años. Ahora había despertado de él, sí, pero ¿a qué?...  Me daba cuenta de que los pensamientos que me proporcionaban un verdadero conocimiento sobre el mundo (porque añadían a mi mente algo nuevo, provocando una “síntesis” entre ella y la realidad –por eso me gusta llamar a estos pensamientos o juicios “sintéticos”—), como “todos los cuerpos son pesados”, o “la Tierra gira alrededor del Sol”, dependen en muchos casos de la experiencia (son “a posteriori”), pero… ¡Eso querría decir que su verdad es tan variable y particular como ella! ¿Cómo podría yo estar seguro de que todos los cuerpos, en efecto, son pesados? ¿Iré, uno por uno, pesándolos y repesándolos por todo el mundo y todo el cielo?... ¿O cómo se yo que la Tierra siempre girará alrededor de este Sol que nos alumbra? ¿Me procuraré la inmortalidad para comprobar que esto es algo más que un hecho pasajero?... 
Además (y esto aumentó mi insomnio y pesadez de estómago), ¿qué me dice la experiencia de la estabilidad de las cosas, o de la intervención de causas y leyes naturales? ¡Nada de nada! Como bien sabía Hume, creer que existan cosas (¡O yo mismo!), o que unas son causas de otras, no son más que prejuicios. ¿Se ven acaso tales cosas y causas? ¡No! ¿Pero necesita mi mente creer en ellas para poder entender el mundo? ¡Sí!... Si el conocimiento de la pura razón es vacío e inútil, el conocimiento de los puros sentidos es ciego e imposible: una suma de impresiones en movimiento, sin nada estable en que fijar la mente, sin una verdad que no sea tan fugaz como el río de Heráclito. ¿Quién puede dormirse así? Si el racionalismo te hace reposar como a un niño en una seguridad dogmática, el empirismo te deshace en inquietud, sin otro descanso que la triste resignación del escéptico. En fin. Mañana será otro día. ¡Espero! Porque, desde la perspectiva de Hume, ¡nunca se sabe!...  



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